07 abril, 2010

Ramón Vía

Cultura y democracia [Publicaciones periódicas]:

revista mensual. Nº 4, abril 1950 (en www.cervantesvirtual.com)

Ramón Vía

Por J. Herrera Petere

«Lloraba la voz, lloraba,
lloraba y anochecía
y en Málaga iba la noche
desangrando a Ramón Vía.

Le mataron sin sentencia
porque estorbaba la tinta
la palidez de la muerte
apagó todas las risas.

Cantaba la voz, cantaba,
cantaba y anochecía».

(Copla anónima)

Cuando Madrid sea Madrid y España, España, se recordará su vida inmensa y silenciosa como la mar lejana. El Puente de Vallecas no será entonces desolado arrabal de ruinosos tugurios, será el barrio de Ramón Vía, o por lo menos allí estará su calle y su monumento entre modernas casas, limpias avenidas, escuelas y parques.

Entonces el pueblo español será dueño de sus destinos, propietario de España, y los rivereños del Abroñigal venerarán la memoria de quien tan altamente supo, hasta la muerte, defender la causa de los oprimidos, de los hambrientos entre montones de polvo y basura, tricornio y amenaza de la Guardia Civil.

Todo lo que hoy ocurre parecerá pesadilla, lóbrega fantasmagoría que el soleado puño español habrá aplastado para siempre.

Nació Ramón Vía en 1910, bajo el signo de aquella escoria de caciquil feudalismo. Se sucedían crisis tras crisis de Gobiernos formados por condes, marqueses y marrulleros jurisconsultos, sangraba la guerra de África y comenzaba la rebeldía obrera a tomar cuerpo y forma.

La vida para Ignacio Vía, carpintero del Puente de Vallecas, no era muy placentera con sus siete hijos por sacar adelante y su jornal exiguo.

Ramón, el menor, apenas pudo ir a la escuela. Desde los once años tuvo que trabajar, y a los quince era ya metalúrgico.

Se enardecía la lucha de clases, y aquellos adolescentes, hoy hombres, sentían en sus venas el ardor irresistible de una época nueva, de un batallar antiguo que iba a resucitarse y a tomar nuevas formas. Se proclamó la República. El pueblo, ¿no era acaso lo más fuerte, lo único honesto y fuerte del país?

A los veintiún años ingresó Ramón en el Sindicato Metalúrgico de la UGT «El Baluarte». A los veintidós años fue elegido miembro de un comité de huelga.

Entonces comenzó a conocer por su propia experiencia lo que era la ira de los patronos y lo que la «democracia» dirigida por la burguesía significaba. Pedían los metalúrgicos trabajar cuarenta horas por semana. Madrid se llenó de guardias y de policías secretos o montados a caballo.

Durante tres meses que duró la huelga anduvo Ramón disfrazado de estudiante, con los libros bajo el brazo, huyendo de la policía que lo buscaba.

En el año 1934 los enemigos del pueblo presentaban ya un frente unido y un jefe. Se declaró en España la huelga general y comenzó a combatirse en diversos puntos de España.

Militaba Ramón en el Partido Socialista y le tocó actuar en las Vistillas.

En aquella clara noche de octubre el Seminario parecía una fortaleza inexpugnable. Patrullaban los obreros armados, comunistas, socialistas y anarquistas, prestos a socorrerse.

Detrás del negro edificio se divisaba la luz de un arenal iluminado a ratos por la luna. Más abajo la estación, el río y la casa de campo.

Los portales estaban cerrados, los comercios y las tabernas. Había un silencio de muerte en la capital de España.

De pronto estalló un tiroteo como furioso ladrar de perros. Un compañero fue herido.

Hubo que protegerlo y esconderlo, mientras goteaba sangre, por las callejuelas oscuras.

Al ir a visitarlo encañonaron a Ramón de lejos, con un máuser a ras de tierra. Así conoció por primera vez lo que son las prisiones.

Cuarenta y ocho días estuvo preso. Cuando salió a la calle se encontró despedido del trabajo.

Pero la actividad política de Ramón se redobló. Formó parte de una comisión de metalúrgicos para recoger huérfanos de mineros. Lo eligieron vocal del comité directivo del sindicato. Actuó en la campaña electoral del Frente Popular.

¡Con qué alegría debió festejar el triunfo de las elecciones! Aquella primavera fue para él como para tantos otros obreros españoles la época más feliz de su vida. Azuleaban alegremente las lejanas montañas durante las excursiones domingueras. Era Ramón «muy castizo», según propia confesión. Boxeaba y cantaba.

En aquellos ríos castellanos, turbios y sumidos entre campos amarillos, se formaban sin embargo, de vez en cuando, extraños y lóbregos remansos que ensombrecían el ánimo, cuevas y socavones. Parecían, a veces, de sangre misma los crepúsculos.

Ramón, como tantos otros, sabía lo que iba a ocurrir. Por eso «lo que ocurrió» no le cogió desprevenido ni militar ni ideológicamente. Estuvo en La Montaña, Carabanchel y Vicálvaro, organizó la instrucción militar de millares de afiliados del sindicato, marchó a Somosierra, se alistó en la Primera Compañía de Acero e ingresó en el Partido Comunista de España.

Esperarían algunos refugiados españoles que viajaban en el «Stambruck» que al tocar Orán pisarían tierra, pero no: iban a la arena, a la arena de los campos de concentración del desierto, a la piedra de las canteras del trabajo forzado.

Les esperaban allí también hambre, castigos corporales, desesperación, división política, desmoralización y trabajo de zapa del enemigo. Contra estas calamidades luchó Ramón.

No era solamente el obrero consciente y combativo: era además un militante templado del Partido Comunista, responsable político del campo. Tenía veintinueve años y la experiencia había prendido en sus ideas.

Organizó clases de francés y de historia del movimiento obrero, partidos de fútbol, fabricación y venta de esculturas. Gracias a él la vida del campo se hizo menos insoportable. Abrasábanse muchos de pasión discutiendo los acontecimientos militares y políticos del mundo, y la razón que sentían palpitándoles en el pecho les daba fuerza para soportar los sufrimientos.

Cuando el Partido lo ordenó, fugose Ramón del campo y marchó a Argel. Allí comenzó una nueva vida de emigrado político con todas sus complejidades y heroísmos.

Por aquel entonces Argel era un pozo de agentes de la Gestapo. Estaba Ramón tres veces condenado a muerte, en Argel, en Orán, en Marsella. A pesar de eso, estableció y mantuvo la ligazón con los campos, el contacto entre los Partidos Comunistas español y argelino y... se enamoró de María.

Dos veces le detuvieron y otras tantas logró escapar.

María, vestida de mora, le servía de enlace con los argelinos y le ayudaba en el trabajo de impresión.

En medio de aquella calma aparente, el terror y la alarma continua los iba poco a poco endureciendo.

Un día divisaron un fogonazo en el horizonte.

-Son cañones -dijo María.

Era el desembarco norteamericano.

-¡La liberación!

Y... al poco tiempo, el 18 de diciembre, las autoridades norteamericanas detuvieron a María. La tuvieron un mes presa; al cabo la soltaron diciendo: «Dejadla, que es comunista y no hablará».

Cuando la liberación de París, organizó Vía una manifestación de españoles residentes en Argel, con transparentes que decían: «¡Después de París, Madrid!».

Aquella noche llovía.

Abrazó Ramón a María.

-Vamos a separarnos por algún tiempo. Tú eres capaz de comprenderlo.

Por la calle abajo perdiose Ramón Vía. Iba con un hombre de zamarra negra: un guerrillero del grupo que había organizado.

La sombra de los fuertes cerró la vista de María. ¿Cuándo volvería a verlo?

Atravesaron el Mediterráneo. Negro como la tinta del mar, España era una giba que se teñía de blanco.

Temblaban de frío y ansiedad los guerrilleros. Allá en lo alto estalló una bala de cañón. Crepitaban las ametralladoras. Bajaban los carabineros a todo correr por el acantilado.

Ramón saltó a tierra, apuntó su fusil y pudo contenerlos mientras los demás desembarcaban.

En las sierras de Málaga organizó el Sexto Batallón de guerrilleros. Inmediatamente comenzaron las acciones contra los falangistas, la guardia civil y los bandoleros de las contrapartidas que, dirigidos por los franquistas, aterrorizaban la comarca. En el pueblo de Cómpeta eran especialmente graves esas depredaciones.

Desplegose el Sexto Batallón entre Cómpeta y las montañas que le sirven de fondo.

Tras los olivos es fácil ocultarse, y en los arroyos secos rodeados de zarzales y pitas.

Se adelantó Ramón con otros tres. Por detrás de una casa de labor, llegaron hasta la misma plaza de Francisco Franco.

Tocaron la campana sobre la torre blanca, frente al azul del cielo y de los montes.

Llenose la plaza de amplios sombreros y de gorras negras.

-¡Compañeros de Cómpeta...! -comenzó Ramón.

Repartió luego ejemplares de Por la República.

-...Y ya sabéis -dijo despidiéndose-, si vienen los bandidos de las contrapartidas o los falangistas, aquí estamos nosotros.

Llegaron, como era de temer, los bandidos, y los del Sexto Batallón ejecutaron un castigo ejemplar en defensa del pueblo.

En una ocasión el Sexto Batallón tuvo que hacer frente a 6.000 soldados de regulares apoyados por artillería de campaña.

Ramón Vía dirigió las actividades del Sexto Batallón hasta el 15 de noviembre de 1945. Ese día le detuvieron en las calles de Málaga, a consecuencia de una delación.

Por la detención de Vía felicitaron al Inspector.

En la Comisaría de Málaga le sometieron a tormento para que delatara a sus compañeros.

-¿En dónde vives?

-En ningún lado -respondía Ramón.

Le tenían tendido boca abajo en un banco y le torturaban golpeándole con un vergajo de piel de loro la planta de los pies.

Los dedos se le habían reventado. El dolor le hacía morderse los labios aun antes de que le pegaran.

Veía las botas de los guardias, el ángulo que formaba la pared y el suelo, la pata de una mesa de roble, la raya negra debajo de la puerta...

El martirio duró tres días y tres noches.

Trató de abrirse las venas sirviéndose de la hebilla del cinturón. Con la mano empapada en sangre escribió en la pared de la celda: «Hago esto no por miedo al terror, sino porque no quiero servir de juguete de escarnio a mis verdugos. ¡Viva la República!».

En vista de que no podían hacerle hablar lo llevaron a la cárcel provincial de Málaga. Allí redactó su famoso documento «Yo acuso», que fue difundido clandestinamente por toda España.

Atravesando las negras bóvedas de la crujía central resonaban los pasos de los guardias. Sintió Ramón despertarse su orgullo, había resistido al tormento.

-Éste a la enfermería -oyó decir.

Pero le dolían atrozmente los pies infectados.

La enfermería era un caluroso cuchitril comido de chinches, adosado al depósito de cadáveres.

Había allí un hombre herido, de la CNT. La demacrada cabeza hundida en la almohada, desnudo el velludo pecho.

-Tenemos que trabajar juntos -dijo Ramón.

-Justamente... -respondió el de la CNT.

Decidieron actuar de común acuerdo, comunistas, cenetistas, cavar una galería subterránea para escaparse.

El suelo de las celdas era de piedra; pero después, levantados los sillares, había tierra húmeda, negra y fangosa.

A pesar de la vigilancia especial, cavaron un túnel de treinta metros.

A las tres y media de la madrugada del día 1.º de mayo de 1946 se fugaron por la galería 30 presos: doce de la CNT, doce comunistas y seis sin partido.

Ramón salió el primero para abrir paso.

Comenzaba a amanecer. Allá al oriente surgía dibujándose la silueta de la costa.

Trató Ramón de huir; le esperaban las sierras azules tras de las torres blancas, las torrenteras de pinabetes, el combate, la guerrilla...

Pero los pies le dolían atroz, horrible, cruelmente. No podía andar.

Observó cómo se fugaban los compañeros, y marchó él a refugiarse, por el momento, en casa de un camarada, en Málaga misma.

Era el tercer piso. Desde la ventana se veía el mar andaluz, la tierra rojiza.

¡El mar, el mar, la tierra, España, la vida!

A los pocos días llamaron a la puerta. Eran, sí, los falangistas.

Ahorcaron en el dintel a quien había dado refugio a Ramón. Y a Ramón le asesinaron en plena calle.

En ese mismo día, junio de 1946, hacía probablemente en el Puente de Vallecas mucho calor. Jugaban los niños hambrientos junto a las negras, pestilentes aguas del arroyo Abroñigal sin sospechar que Ramón Vía, que había conocido la tristeza de aquella negra miseria, moría en lucha por una vida mejor...

La noticia del vil asesinato de Ramón Vía conmovió al pueblo, que lleva su recuerdo en el corazón seguro en que llegará el día en que Vallecas, Madrid y España entera rendirá público honor a la memoria de Ramón Vía, abnegado militante comunista, intrépido revolucionario y ardiente patriota.


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