Es un poco largo, pero os aseguro que merece la pena leer esta ponencia que nos dejó Dulce Chacón.
La historia silenciada
Dulce Chacón
El conflicto de las dos Españas no terminó al acabar la guerra civil española. No termina con el famoso parte del primero de abril, Cautivo y desarmado el ejército rojo… Ni en las cárceles franquistas, donde miles de republicanos fueron sometidos a torturas, y muchos de ellos encontraron la muerte.
Ni siquiera termina cuando el Maquis se retira de los montes españoles y abandona las armas, o con el pueblo vencido, la represión y la barbarie sistemática de una política de tierra quemada que buscaba la aniquilación del espíritu de la República. El conflicto de las dos Españas no ha terminado.
Terminará cuando pueda hablarse del conflicto. Terminará cuando no haya ni una sola persona que necesite bajar la voz para contar su historia. Los que perdieron la guerra fueron condenados al silencio, impuesto por la dictadura y consensuado por la democracia. Y esa condena conserva aún el eco del miedo a hablar.
Cuando empecé a documentarme para mi nueva novela, visité a una mujer que me pidió que no mencionara su nombre, ni el nombre de su pueblo. Me habló en voz baja. Miró con desconfianza la grabadora que puse sobre la mesa y, aunque me dio permiso para usarla, bajó aún más la voz y me rogó que cerrara la ventana. Era el mes de agosto del año 2000, hacía calor. Pero yo cerré la ventana.
Aquella anciana de 82 años aún temía que la vecindad recordara su historia. El eco del miedo. Y una voz que requiere un ambiente clandestino para contar las vejaciones sufridas a causa de una sonrisa. Ella había recibido una fotografía de su ahijado de guerra. Se la mostró a una amiga ante el estanco. Sonrieron las dos.
Tenían 20 años y el joven era apuesto. Pero fue un día después de la toma de Teruel por el ejército republicano. La estanquera pensó que sonreían por la victoria. Y las dos fueron detenidas, por celebrarla. Les hicieron beber un litro de aceite de ricino. Después de tres meses, al ser liberadas, las obligaron a fregar a diario el suelo de la iglesia, con sus propios cubos y sus propias bayetas. A su padre le hacían barrer las calles del pueblo.
No es fácil ser testigo del dolor que sienten los que guardaron silencio, los que buscan un lugar apropiado para hablar, como Enrique, con el que contacté a través de una amiga y no quiso darme su dirección ni su teléfono, y me contó que a su padre lo fusilaron en el 36, y que su madre estaba embarazada cuando se los llevaron a los dos, a ella la fusilaron también, pero le concedieron la gracia de esperar a que naciera su hija y de amamantarla durante tres meses antes de llevarla al paredón.
No es fácil ser testigo de las lágrimas de los que aún se esconden para llorar, como Elvira, que quiso venir a mi casa porque a sus hijos les duele su llanto, y me contó que su padre cayó en el frente de Guadalajara y que supieron que había muerto cuando alguien les envió su maleta. Una maleta con la ropa de su padre, esa es la única constancia que han tenido de su muerte. No son fáciles las lágrimas de Elvira. Su madre luchó en la clandestinidad. Fue apresada, torturada y encarcelada. Murió a los quince días de salir de la prisión.
Remedios Montero y Florián García saben que la condena del silencio comenzó a romperse después de un tiempo excesivamente largo, cuando los historiadores pudieron consultar los archivos, recabar testimonios, esclarecer las sombras que los vencedores extendieron sobre la memoria. Estos dos guerrilleros de la Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón recuerdan con cariño y amargura a sus compañeros caídos en el Maquis, y el llanto se convierte en homenaje a los que buscaban una España mejor. Y Remedios llora.
Celia en la guerrilla, rinde sus lágrimas a su madre, que fue obligada a presenciar las palizas que le daban a su padre. Ante sus ojos, a golpes, le rompieron un brazo y una pierna. La madre de Reme murió a los dos meses. No pudo soportarlo, dice Reme. Y su padre y sus dos hermanos se echaron al monte en cuanto tuvieron oportunidad, para salvar la vida; y Reme también, dos años estuvo en la guerrilla, y se llamó Celia. Durante su estancia en el monte mataron a su padre, y a sus dos hermanos. Al mayor lo mataron en Cuenca; los guardias civiles le estaban esperando en la puerta de San Antón. Cayó herido, y para que no le cogieran con vida siguió disparando hasta que le lanzaron una bomba y le destrozaron.
Reme no sabe dónde enterraron los restos que recogieron con pala. Tampoco sabe dónde enterraron a su hermano pequeño. Tenía dieciséis años cuando le tendieron una trampa al ir a buscar provisiones para el maquis. Guardias civiles disfrazados de paisanos le esperaban, y cuando se agachó para meter la comida en un macuto, le agredieron a hachazos por la espalda; herido lo llevaron al campamento que Reme y su padre acababan de abandonar, y allí lo remataron a tiros. Y Reme llora al contarlo, como lloraba su padre cuando esperaba a su hijo sabiendo que no volvería. Unos meses después, su padre murió en un enfrentamiento con la benemérita.
Cayó al río al morir. Lo dejaron en el agua durante toda la noche y después lo llevaron a Mira, el pueblo donde vivía la hermana mayor de Reme. Se lo mostraron tendido en el suelo para que lo reconociera. Ella era consciente de la represión que sufrían los familiares de los guerrilleros y negó que aquel cadáver hinchado fuera su padre. Pero no pudo aguantar las patadas que le dieron, volviéndolo de un lado y de otro, y pidió que detuvieran los golpes. Reconoció a su padre. Pero no le entregaron el cuerpo. No le permitieron darle sepultura. Lo arrojaron a una fosa, fuera de las tapias del cementerio.
El dolor de Reme se convierte en rabia cuando cuenta su detención y su tortura. Rabia, dice que sentía cuando le administraban corrientes, cuando sentía las astillas en las uñas, cuando la obligaban a arrodillarse en una tabla llena de garbanzos, sal y arroz, y los garbanzos le perforaban las rodillas; y se desmayaba, y la despertaban con cubos de agua. La rabia, dice, le ayudó a soportar las torturas durante veinte días. Veinte días viendo cómo los torturadores se quitaban las chaquetas y se remangaban las mangas, como los carniceros al desollar a los animales, añade Reme con rabia. Rabia, pero también solidaridad, y amor por sus camaradas, que sufrirían del mismo modo si ella los delataba.
Amor también por sus compañeras de cárcel, y solidaridad, durante diez años, cinco a la espera de ser juzgada y cinco condenada por bandolerismo a mano armada. Y amor por Florián García, El Peque cuando se conocieron en la guerrilla, El Grande bautizado en Praga, donde volvieron a encontrarse, después de diez años creyendo los dos que el otro había muerto.
La guerrillera se casó con el guerrillero, porque también hay finales felices. Y vivieron en Praga. Pero no tuvieron hijos, porque a Reme le habían destrozado la matriz en los interrogatorios. Florián consiguió el pasaporte en el año 1978, hasta entonces no pudieron regresar a España, donde viven, en Valencia. Yo les visité en su casa, y me cantaron los dos el himno guerrillero, mirándose el uno al otro, con las manos enlazadas, emocionados, sin pudor ante una emoción que también ha sido silenciada durante un tiempo doloroso y largo.
Con emoción, habla Florián de la guerrilla, y comienza diciendo que los enlaces tienen más mérito, los puntos de apoyo, especialmente las mujeres, y a pesar de que muchas de ellas no tenían conciencia política, murieron por negarse a rebelar el lugar de la estafeta. Seis años estuvo Florián, El Peque, al mando del sector número 11 de la Agrupación. Seis años, del 46 al 52, durmiendo con la ropa puesta y el fusil colgando del cuello.
Seis años lavándose a hurtadillas en el río, en invierno y en verano. Y cuenta sonriendo que la primera vez que durmió en una cama, cuando abandonó la lucha armada y se marchó a Francia para ponerse a disposición del Partido, rechazó el pijama que le ofrecían porque deseaba sentir el roce y la suavidad de unas sábanas. Se desnudó por primera vez en seis años. Sonríe Florián. Siempre sonríe.
Aunque tuerce el gesto al afirmar que fue un error permanecer en el maquis después de 1948, cuando ya estaba claro que las potencias democráticas no iban a liberar a España del fascismo, como se creyó hasta que terminó la Segunda Guerra Mundial. Y tuerce el gesto también cuando asegura que la izquierda española les condenó al silencio con el Pacto de la Moncloa. A Reme y a Florián les duele el silencio de la derecha, pero lo entienden, el de la izquierda les duele más, y no lo entienden.
Florián ha sido testigo de mucho dolor. Estuvo en Alicante, en el puerto, los últimos días de la guerra, cuando más de 50.000 republicanos esperaban ser evacuados por Naciones Unidas. Pero los barcos prometidos nunca llegaron. Y Florián fue testigo de la desesperación de los que optaron por el suicidio, allí mismo, en el instante en el que oyeron que el Caudillo rechazaba la mediación de potencias extranjeras y ofrecía magnanimidad y perdón a los que no tuvieran manchadas las manos de sangre. Florián estuvo allí.
Y fue conducido con los demás al Campo de los Almendros, donde el hambre señoreó de tal manera que hasta las hojas y las flores de los almendros sirvieron de alimento. Después lo trasladaron al Campo de Albatera, allí les daban cada día una lata de sardina y una ración de pan para dos, muchos detenidos caían muertos durante la formación.
La historia de Florián y Reme es una historia de lucha clandestina, pero también es una historia de amor. Llegaron del sufrimiento al amor, asegura ella, y siguen queriéndose como el primer día. Y sonríe al decirlo. Y sonríe también al contar que ahora les reconocen en la calle y les abrazan llorando, emocionados, porque también hay gente que no ha perdido la memoria, o que la está recuperando, porque es preciso luchar contra el olvido. Y ha sido larga la tregua.
Contra el olvido, contra el silencio, luchan también los historiadores, y son muchos, Secundino Serrano, Julián Chaves, José María Lama, Francisco Moreno Gómez, Rosario Ruiz, Benito Díaz Díaz, Matilde Eiroa, Nigel Townson, y muchos más, Mary Nash, Giuliana di Febo, investigadores que están rescatando la historia secuestrada, las voces que estuvieron obligadas a un sueño triste y largo.
Y es así, contra el olvido, como escribe Fernanda Romeu Alfaro, autora de "El silencio roto" y de "Más allá de la Utopía: Perfil histórico de la Agrupación Guerrillera de Levante". España es un país de desmemoria total, afirma, tanto la guerra como la dictadura son temas incómodos, que suscitan situaciones violentas, y es mejor silenciarlos; en cuanto a las mujeres antifranquistas, el silencio ha sido completo; ya es hora de que las mujeres hablemos de la historia de las mujeres. Porque, a pesar del título de su obra sobre las mujeres contra el fascismo, el silencio no se ha roto. Aún quedan muchas voces dormidas, y aún queda gente que baja el tono de voz para hablar, y necesita cerrar las ventanas.
La experiencia de Fernanda Romeu, que empezó a investigar hace más de veinte años, y ha recogido numerosos testimonios orales, le señala que persiste el miedo, especialmente en las zonas rurales, donde aún hay vecinos que se señalan unos a otros con el dedo. El eco del miedo. Ella lo observó durante una entrevista en un pueblo de Asturias. Una mujer, niña en la guerra, le contaba que a su madre la colgaron de los pies para obligarla a hablar, también a su abuela la interrogaron brutalmente. La mujer asturiana y Fernanda estaban sentadas junto a una ventana abierta, un hombre pasó por la calle y la mujer bajó la voz. Ese que acaba de pasar es un fascista de los que delató a mi familia, dijo señalando la ventana.
Miedo. Más de sesenta años han pasado, y aún hay gente que teme a las ventanas. Miedo. Y el conflicto de las dos Españas. El miedo se tenía que haber acabado cuando acabó la guerra, dice la protagonista de mi novela, inspirada en una mujer de ojos azulísimos que entrevisté en Córdoba, hace ahora exactamente cuatro años. Josefa Patiño, la cordobesa de ojos azulísimos, Pepita, conoció a su marido en la cárcel. Él había sido condenado a veinte años, había cumplido ya seis años de condena. Ella iba a visitar a su tío, y él la veía en el locutorio a través de dos alambradas.
¿Tiene novio tu sobrina?, le preguntó a su compañero. No tenía novio, y cuando Jaime Coello salió de prisión con un indulto comenzó a cortejarla. Buscó a Pepita. Y la encontró cuando se dirigía con unas amigas a la Fuensanta, la fuente donde las mozas casaderas pedían un novio a la virgen. Tú no vayas a la Fuensanta, le dijo, que a ti no te va a hacer falta. Ella tenía 19 años. No sabía entonces que en su vigésimo cumpleaños estaría prometida con Jaime, ni que él estaría en la cárcel los 17 años que duraría su noviazgo. Seis meses pasó Jaime en libertad junto a Pepita.
Y volvió a ser detenido. Volvió a ser juzgado por un tribunal militar, bajo la acusación de ayuda a la rebelión, una de las grandes paradojas de los juicios sumarísimos que celebraron los que vencieron rebelándose contra la República: acusar de rebelión a los que defendieron un gobierno legítimo. Jaime Coello, como tantos otros, fue víctima de esa falacia.
Le condenaron a veinte años y un día, sin posibilidad de indulto, y fue trasladado a la Prisión Central de Burgos. Pepita no tenía entonces ninguna formación política, pero aún así, año tras año, en las visitas que realizaba a la prisión, colaboró como enlace de la guerrilla. Jaime le entregaba los mensajes que ella debía llevar, ocultos en el interior de un pequeño compartimiento de las cajitas de madera que hacían los presos en el taller de la prisión y que sus mujeres rifaban en las calles.
Ella los llevaba a Córdoba, los escondía en el fondo de una lechera, y los entregaba a los hombres del monte. Lo hacía por amor. Pero lo hacía con miedo. Y con miedo acudía una vez al año a Burgos, después de ahorrar durante doce meses para pagarse el viaje y comprar comida para Jaime. Miedo, porque nunca sabía si la dejarían entrar. No estaba casada. No era la esposa de un preso. No tenía derecho a visitas. Y más de una vez le impidieron entrar. Y se volvió sin verle, dejando para él en paquetería un cordero asado, cuando ella había comido una morcilla de Burgos cruda, porque no sabía que era preciso freírla. Entonces decidieron casarse, por poderes, pero el Arzobispado les negó el sacramento alegando que el novio era comunista. Miedo. Porque el dolor de las guerras debe acabarse cuando acaban las guerras. Miedo.
Durante diecisiete años, fingiendo ser la esposa oficial, temiendo que la puerta de la prisión permaneciera cerrada para ella. Pero tuvieron suerte, murió el Papa Juan XXIII, y el Gobierno decidió dar un indulto amplio, que incluía a todos los presos cuyas condenas no hubieran sido conmutadas por la pena de muerte. Jaime cumplió, en total, veintitrés años de cárcel. Pepita le visitó en Burgos durante los últimos diecisiete, y fue a esperarle a la estación el día de su libertad, y esa misma tarde, en Madrid, los casó un cura que se llamaba Abundio.
Ella tenía treinta y seis años. El novio la había besado apenas tres veces, tres besos mal dados, dice Pepita, durante los seis meses que vivieron su noviazgo en libertad, cuando ella tenía diecinueve años. Jaime continuó militando en el Partido Comunista hasta su muerte. Pepita se afilió cuando lo legalizaron, porque Jaime ya había muerto y no podía votar. Se afilió, para votar por él. Y el día de la legalización del PC, ella y los camaradas de Jaime acudieron al cementerio y depositaron una bandera roja sobre su tumba. Ahora Pepita está nerviosa.
Sabe que parte de mi novela está inspirada en su historia de amor. Y me da las gracias, porque Jaime y ella vuelven a estar juntos, dice. Está nerviosa. Y cuando el fotógrafo que cubrió mi reportaje para El País señaló el patio de su casa como un buen lugar para la primera fotografía, ella le pidió que se la hiciera dentro. Y se colocó al lado de un retrato de Jaime, para salir juntos en el periódico.
Historia de amor. Historias de los protagonistas de la Historia que amaron y sufrieron para que hoy podamos contar la historia. Para que hoy Pepita esté nerviosa. Nerviosa, y emocionada, porque Jaime y Pepita vuelven a estar juntos. La emoción me ha acompañado durante los últimos cuatro años, mientras buscaba documentación para la historia que quería contar. La historia de los que perdieron mucho más que la guerra. La historia de los que me han regalado sus recuerdos con una generosidad extrema, como Pinto, Gerardo Antón, un guerrillero de la Agrupación Guerrillera de Extremadura y Centro, que me contó su lucha en la guerrilla, su huida a Francia, su exilio en París.
La historia de El Rubio, de El Comandante Ríos, de Quico, de Esperanza y de tantos otros que han asumido las atrocidades cometidas por el bando republicano durante la guerra, y han visto silenciar las sufridas por ellos durante, y después, de la guerra. Porque España es un país de personas brutales, como afirma la compañera de un dirigente comunista que me pide que no escriba su nombre. Personas brutales, dice, y no es extraño. Su compañero fue torturado hasta quedar inválido, paralizado completamente, necesitaba ayuda hasta para fumar.
Cuando le aplicaban las corrientes, sus últimas palabras fueron: Físicamente me habéis destruido, pero moralmente soy invulnerable. Incapaz de moverse, fue llevado al paredón por dos compañeros, en volandas, el 2 de octubre de 1942. Un asesinato legal, afirma ella, como tantos otros. Esta mujer compartió celda con Las Trece Rosas en Ventas, la prisión de Madrid construida por Victoria Kent para albergar a quinientas presas y que llegó a acoger a once mil.
Ella tenía veintiún años cuando ingresó en Ventas, el 21 de abril de 1939. En una celda individual vivían once mujeres. Las presas dormían sobre petates en el suelo, en las escaleras, en los pasillos, en los retretes. Sólo había camas en la enfermería. No había agua. Los depósitos estaban preparados para suministrar a quinientas personas, al igual que las cocinas, que no podían abastecer el exceso de bocas hambrientas y suministraban un plato de rancho cada veinticuatro horas.
La institución penitenciaria era un auténtico almacén de mujeres, y podían morirse en sus petates sin que nadie se diera cuenta. Esta mujer estuvo cinco meses recluida en Ventas, y asegura que ese tiempo fue peor que los diez años de prisión que sufrió en otras cárceles. Recuerda con horror ese desastre. Recuerda con horror que había mujeres que llegaban a Ventas con penas de muerte sin saber que llegaban condenadas. No habían entendido nada en el juicio. Nada.
Así fue hasta la llegada de Matilde Landa, que organizó la oficina de penadas. Y recuerda con horror la madrugada del 5 de agosto de 1939, la palidez de la funcionaria que llamó a las trece menores condenadas en un expediente que sumaba sesenta penas de muerte, sesenta jóvenes que pertenecían a las Juventudes Socialistas Unificadas.
Las jóvenes habían pedido que las fusilaran junto a sus compañeros, querían despedirse en el paredón, pero no se lo permitieron. A ellos los fusilaron media hora antes que a ellas. Cuando la funcionaria fue a buscar a las trece menores, conocidas después como Las Trece Rosas debido a un poema que escribió una de sus compañeras de celda, la mujer que no quiere que escriba su nombre estaba con ellas. Recuerda que Blanca Brisac se cortó la trenza.
Recuerda que Anita López Gallego dejó sin terminar unas tapas de libros; sus compañeras las acabaron y se las enviaron a la familia. Y sabe que Julia Conesa escribió una carta y la acabó pidiendo que su nombre no se borrara en la historia. Y sabe que cuando el hijo de Blanca Brisac fue a recoger las cosas de su madre, se extrañó de que faltara un vestido y después de hacerlo notar exclamó: ¡Ah, lo llevaría puesto!
Las compañeras de Las Trece Rosas oyeron los tiros de gracia en la cárcel de Ventas, que llegaban nítidos desde el cementerio del Este. Los oían, al alba, y los contaban a diario para saber cuántos caían frente al piquete. La madrugada del día 2 de octubre de 1942, la compañera del dirigente comunista paralizado en la tortura estaba de nuevo en Ventas, detenida por segunda vez. Ella sabía que su compañero y otro camarada iban a ser fusilados. Pero oyó tres disparos.
No es él, pensó, no es él. Poco después le dijeron que aprovecharon el viaje para llevar a otro condenado. Era él. Lo enterraron en una fosa común. Nunca ha recuperado el cadáver. Y ella lo cuenta con horror. Pero hablar me sirve, dice, para recordar a mis muertos, para revivirlos. El amor sobrevivió a la locura. Y esta mujer de ochenta y cuatro años me muestra una pequeña fotografía, donde aparece ella, bellísima, con gafas de montura de concha típicas de los años cuarenta.
Así era yo, cuando se enamoró de mí, susurra mientras sonríe pícara. Y contempla la tarde soleada al acompañarme hasta la puerta de su casa. Después de sesenta años, aún pienso: ¡cómo le gustaría este día!, me dice.
Amor frente al horror. El horror de la guerra debía haber acabado con la guerra. Pero no fue así. La historia de Manolita del Arco lo demuestra. Dieciocho años recluida en distintas cárceles franquistas. Delito contra la seguridad del Estado, organización clandestina del Partido Comunista. Su función consistía en repartir propaganda, comenzó a trabajar para el Partido durante la guerra, tenía dieciséis años. Pertenecía al Socorro Rojo. Ella asumió desde joven que pertenecer al Partido y trabajar en la clandestinidad suponía correr un peligro de muerte.
Y en efecto, la condenaron a muerte en 1943. Estuvo cinco meses condenada a muerte, hasta que conmutaron la pena por treinta años. Cinco meses, temiendo cada noche que una funcionaria pronunciara su nombre y ordenara: ¡Que salga con la ropa puesta! A su marido también le conmutaron la pena capital. Le conoció durante el juicio, en el consejo de guerra donde los condenaron a muerte a los dos, se miraron, se mandaron una nota, y después se enviaron muchas más.
Y cartas, de cárcel a cárcel, que engañaron a la censura encabezando la misiva con Querida hermana, Querido hermano, ya que sólo podían tener correspondencia con familiares directos. Una relación que alimentó el amor entre ambos cuando la familia de él la visitaba a ella, y la de ella a él. Después de dieciocho años sin haberse visto ni una sola vez más Manolita alcanzó la libertad. Él había salido unos meses antes, y la estaba esperando en la puerta de la prisión. Y se casaron a los ocho días.
Ella tenía cuarenta y un años, y tuvo suerte, se quedó embarazada dos veces. Un embarazo no llegó a término. Pero tuvieron un hijo. Continuaron los dos militando en el Partido Comunista, y él fue detenido de nuevo, sufrió veinticinco años de cárcel en total, pero ninguno de los dos perdió nunca la dignidad, ni el orgullo de haber participado en la lucha contra el fascismo. Dignidad y orgullo muestra Manolita del Arco como seña de identidad al hablar de su marido, que murió hace veinte años y compartió con ella tan solo seis años de libertad.
Dignidad y orgullo descubrí en ella cuando me contó que la detuvieron por primera vez con el golpe de Casado y yo le pregunté: ¿Entonces, usted era comunista?, y ella levantó la barbilla, irguió la espalda, me miró a los ojos, mantuvo mi mirada y contesto: ¡No! ¡Soy comunista!
Dignidad y orgullo reclaman Reme y Florián. Dignidad, la que han conservado durante los años de represión y durante la crueldad del silencio en la democracia. Dignidad, que sólo será totalmente reconocida cuando la izquierda haga su autocrítica, y cuando la derecha pueda escuchar su historia sin responder con desprecio que los rojos también fueron feroces, sin replicar con indiferencia, o en el mejor de los casos con lástima, que son historias pasadas, y es mejor el olvido.
Contra el olvido, escribimos muchos, para que el nombre de Julia Conesa no se borre en la Historia, para que la dignidad de los que han luchado y sufrido para que hoy vivamos en democracia permanezca en nuestra memoria. Para que Libertad González, Libe, una de las hijas del último alcalde republicano de Zafra, pueda pronunciar su nombre completo sin que ello suponga que tenga que abandonar un colegio, o un puesto de trabajo.
Para que nadie se arrogue el derecho de cambiarle el nombre a otra persona, como le pasó a Libertad en el año 1947, cuando en su partida de nacimiento añadieron al margen: Se acordó que el nombre de la inscrita sea en lo sucesivo el de Rosario, expidiéndose en lo sucesivo las certificaciones de este acta con el nombre de Rosario. Pero Libertad González conservó la dignidad, y conservó el nombre. Ella siempre se ha llamado Libe. Y conservó el recuerdo de su padre, asesinado en el campo de concentración de Castuera en 1939.
José Gónzalez Barrero había sido un alcalde justo. Impidió que los republicanos enardecidos ante la puerta de la Iglesia del Rosario agredieran a los monjes. Salvó del linchamiento a los nacionales más significativos encerrándolos en la Iglesia de Santa Marina, y durante el alzamiento franquista no hubo ni un solo muerto en Zafra. Aún así, fue asesinado al acabar la guerra por tres paisanos que se jactaban luego por las calles de Zafra de haberlo enterrado boca abajo, para que no saliera. Libertad lo cuenta con lágrimas en los ojos.
Ella tenía cinco años, y su madre le puso un lazo negro en la cabeza, y la vistió de luto, a ella, y a sus hermanos. Y cuenta que aún no saben dónde enterraron a su padre, y que su madre comenzó una peregrinación en busca de noticias de su marido inmediatamente después de saber que estaba muerto. Nada supo de él. Y no tuvo el reconocimiento de viudedad hasta pasados treinta y nueve años, el día 11 de marzo de 1980 consigue un certificado de defunción de José González Barrero, donde consta como causa de la muerte: muerte violenta por acción directa del hombre como consecuencia guerra civil.
Este certificado fue expedido en Castuera como testifical, mediante la intervención de testigos que afirman saber que José González Barrero había muerto allí, a pesar de que en el ayuntamiento de Castuera consta su fallecimiento desde el 21 de septiembre de 1949, cuando se inscribe su defunción y se anota la causa del óbito: Choque con la fuerza pública el 26 o 29 de abril de 1939. Tipo de muerte: Fusilamiento. El 26, o el 29, ni siquiera saben la fecha exacta, se queja Libertad, que acumula recuerdos de su padre, papeles, cartas, fotografías, certificados, porque sabe que así conserva su memoria. La memoria, como único homenaje.
La memoria que recupera ahora el pueblo de Zafra, donde José Gónzalez Barrero da nombre a una residencia de ancianos y a una plaza. Libertad vive muy cerca de esa plaza. Se asoma a la ventana y ve la residencia, y el centro de la plaza, donde próximamente colocarán un busto de José González Barrero. Desde su ventana, recupera la memoria de una niña de tres años, cuando una madrugada, la del 7 de agosto de 1936, su padre levantó de la cama a toda la familia y en pijama los llevó a Valencia del Ventoso. Y él marchó a Madrid. Y ya nunca volvieron a verlo.
Julita Conesa pedía en su última carta que su nombre no se borrara en la Historia. Una placa en memoria de las trece menores recuerda su asesinato en el cementerio del Este. El nombre de una plaza recuerda al último alcalde republicano de Zafra. Y son muchos los reconocimientos públicos que reciben los guerrilleros españoles. Pero otros, muchos otros, aún no han contado su historia. Aún no. Es preciso que ahora, después de más de veinticinco años del fin de la dictadura, desaparezca el eco del miedo. Es preciso que se abra la tierra, para que muchos puedan recuperar a sus muertos, como ha ocurrido en el Bierzo y en Laciana, las comarcas leonesas, como ocurrirá en Castuera.
Es preciso, para que la memoria sea un derecho, y no un conflicto, para que los jóvenes de la Gavilla Verde, una asociación que busca la recuperación de la memoria en Santa Cruz de Moya, no encuentren obstáculos en su búsqueda. Es preciso, para que la Asociación Jóvenes del Jerte continúe rastreando la historia del maquis en Extremadura y organizando encuentros que se han convertido ya en foros necesarios para reconstruir los hechos. Es preciso, porque aún no conocemos la historia silenciada, la historia de los que perdieron la voz después de perder la guerra, la historia de los protagonistas de la Historia. Aún no.
Dulce Chacón
La historia silenciada
Dulce Chacón
El conflicto de las dos Españas no terminó al acabar la guerra civil española. No termina con el famoso parte del primero de abril, Cautivo y desarmado el ejército rojo… Ni en las cárceles franquistas, donde miles de republicanos fueron sometidos a torturas, y muchos de ellos encontraron la muerte.
Ni siquiera termina cuando el Maquis se retira de los montes españoles y abandona las armas, o con el pueblo vencido, la represión y la barbarie sistemática de una política de tierra quemada que buscaba la aniquilación del espíritu de la República. El conflicto de las dos Españas no ha terminado.
Terminará cuando pueda hablarse del conflicto. Terminará cuando no haya ni una sola persona que necesite bajar la voz para contar su historia. Los que perdieron la guerra fueron condenados al silencio, impuesto por la dictadura y consensuado por la democracia. Y esa condena conserva aún el eco del miedo a hablar.
Cuando empecé a documentarme para mi nueva novela, visité a una mujer que me pidió que no mencionara su nombre, ni el nombre de su pueblo. Me habló en voz baja. Miró con desconfianza la grabadora que puse sobre la mesa y, aunque me dio permiso para usarla, bajó aún más la voz y me rogó que cerrara la ventana. Era el mes de agosto del año 2000, hacía calor. Pero yo cerré la ventana.
Aquella anciana de 82 años aún temía que la vecindad recordara su historia. El eco del miedo. Y una voz que requiere un ambiente clandestino para contar las vejaciones sufridas a causa de una sonrisa. Ella había recibido una fotografía de su ahijado de guerra. Se la mostró a una amiga ante el estanco. Sonrieron las dos.
Tenían 20 años y el joven era apuesto. Pero fue un día después de la toma de Teruel por el ejército republicano. La estanquera pensó que sonreían por la victoria. Y las dos fueron detenidas, por celebrarla. Les hicieron beber un litro de aceite de ricino. Después de tres meses, al ser liberadas, las obligaron a fregar a diario el suelo de la iglesia, con sus propios cubos y sus propias bayetas. A su padre le hacían barrer las calles del pueblo.
No es fácil ser testigo del dolor que sienten los que guardaron silencio, los que buscan un lugar apropiado para hablar, como Enrique, con el que contacté a través de una amiga y no quiso darme su dirección ni su teléfono, y me contó que a su padre lo fusilaron en el 36, y que su madre estaba embarazada cuando se los llevaron a los dos, a ella la fusilaron también, pero le concedieron la gracia de esperar a que naciera su hija y de amamantarla durante tres meses antes de llevarla al paredón.
No es fácil ser testigo de las lágrimas de los que aún se esconden para llorar, como Elvira, que quiso venir a mi casa porque a sus hijos les duele su llanto, y me contó que su padre cayó en el frente de Guadalajara y que supieron que había muerto cuando alguien les envió su maleta. Una maleta con la ropa de su padre, esa es la única constancia que han tenido de su muerte. No son fáciles las lágrimas de Elvira. Su madre luchó en la clandestinidad. Fue apresada, torturada y encarcelada. Murió a los quince días de salir de la prisión.
Remedios Montero y Florián García saben que la condena del silencio comenzó a romperse después de un tiempo excesivamente largo, cuando los historiadores pudieron consultar los archivos, recabar testimonios, esclarecer las sombras que los vencedores extendieron sobre la memoria. Estos dos guerrilleros de la Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón recuerdan con cariño y amargura a sus compañeros caídos en el Maquis, y el llanto se convierte en homenaje a los que buscaban una España mejor. Y Remedios llora.
Celia en la guerrilla, rinde sus lágrimas a su madre, que fue obligada a presenciar las palizas que le daban a su padre. Ante sus ojos, a golpes, le rompieron un brazo y una pierna. La madre de Reme murió a los dos meses. No pudo soportarlo, dice Reme. Y su padre y sus dos hermanos se echaron al monte en cuanto tuvieron oportunidad, para salvar la vida; y Reme también, dos años estuvo en la guerrilla, y se llamó Celia. Durante su estancia en el monte mataron a su padre, y a sus dos hermanos. Al mayor lo mataron en Cuenca; los guardias civiles le estaban esperando en la puerta de San Antón. Cayó herido, y para que no le cogieran con vida siguió disparando hasta que le lanzaron una bomba y le destrozaron.
Reme no sabe dónde enterraron los restos que recogieron con pala. Tampoco sabe dónde enterraron a su hermano pequeño. Tenía dieciséis años cuando le tendieron una trampa al ir a buscar provisiones para el maquis. Guardias civiles disfrazados de paisanos le esperaban, y cuando se agachó para meter la comida en un macuto, le agredieron a hachazos por la espalda; herido lo llevaron al campamento que Reme y su padre acababan de abandonar, y allí lo remataron a tiros. Y Reme llora al contarlo, como lloraba su padre cuando esperaba a su hijo sabiendo que no volvería. Unos meses después, su padre murió en un enfrentamiento con la benemérita.
Cayó al río al morir. Lo dejaron en el agua durante toda la noche y después lo llevaron a Mira, el pueblo donde vivía la hermana mayor de Reme. Se lo mostraron tendido en el suelo para que lo reconociera. Ella era consciente de la represión que sufrían los familiares de los guerrilleros y negó que aquel cadáver hinchado fuera su padre. Pero no pudo aguantar las patadas que le dieron, volviéndolo de un lado y de otro, y pidió que detuvieran los golpes. Reconoció a su padre. Pero no le entregaron el cuerpo. No le permitieron darle sepultura. Lo arrojaron a una fosa, fuera de las tapias del cementerio.
El dolor de Reme se convierte en rabia cuando cuenta su detención y su tortura. Rabia, dice que sentía cuando le administraban corrientes, cuando sentía las astillas en las uñas, cuando la obligaban a arrodillarse en una tabla llena de garbanzos, sal y arroz, y los garbanzos le perforaban las rodillas; y se desmayaba, y la despertaban con cubos de agua. La rabia, dice, le ayudó a soportar las torturas durante veinte días. Veinte días viendo cómo los torturadores se quitaban las chaquetas y se remangaban las mangas, como los carniceros al desollar a los animales, añade Reme con rabia. Rabia, pero también solidaridad, y amor por sus camaradas, que sufrirían del mismo modo si ella los delataba.
Amor también por sus compañeras de cárcel, y solidaridad, durante diez años, cinco a la espera de ser juzgada y cinco condenada por bandolerismo a mano armada. Y amor por Florián García, El Peque cuando se conocieron en la guerrilla, El Grande bautizado en Praga, donde volvieron a encontrarse, después de diez años creyendo los dos que el otro había muerto.
La guerrillera se casó con el guerrillero, porque también hay finales felices. Y vivieron en Praga. Pero no tuvieron hijos, porque a Reme le habían destrozado la matriz en los interrogatorios. Florián consiguió el pasaporte en el año 1978, hasta entonces no pudieron regresar a España, donde viven, en Valencia. Yo les visité en su casa, y me cantaron los dos el himno guerrillero, mirándose el uno al otro, con las manos enlazadas, emocionados, sin pudor ante una emoción que también ha sido silenciada durante un tiempo doloroso y largo.
Con emoción, habla Florián de la guerrilla, y comienza diciendo que los enlaces tienen más mérito, los puntos de apoyo, especialmente las mujeres, y a pesar de que muchas de ellas no tenían conciencia política, murieron por negarse a rebelar el lugar de la estafeta. Seis años estuvo Florián, El Peque, al mando del sector número 11 de la Agrupación. Seis años, del 46 al 52, durmiendo con la ropa puesta y el fusil colgando del cuello.
Seis años lavándose a hurtadillas en el río, en invierno y en verano. Y cuenta sonriendo que la primera vez que durmió en una cama, cuando abandonó la lucha armada y se marchó a Francia para ponerse a disposición del Partido, rechazó el pijama que le ofrecían porque deseaba sentir el roce y la suavidad de unas sábanas. Se desnudó por primera vez en seis años. Sonríe Florián. Siempre sonríe.
Aunque tuerce el gesto al afirmar que fue un error permanecer en el maquis después de 1948, cuando ya estaba claro que las potencias democráticas no iban a liberar a España del fascismo, como se creyó hasta que terminó la Segunda Guerra Mundial. Y tuerce el gesto también cuando asegura que la izquierda española les condenó al silencio con el Pacto de la Moncloa. A Reme y a Florián les duele el silencio de la derecha, pero lo entienden, el de la izquierda les duele más, y no lo entienden.
Florián ha sido testigo de mucho dolor. Estuvo en Alicante, en el puerto, los últimos días de la guerra, cuando más de 50.000 republicanos esperaban ser evacuados por Naciones Unidas. Pero los barcos prometidos nunca llegaron. Y Florián fue testigo de la desesperación de los que optaron por el suicidio, allí mismo, en el instante en el que oyeron que el Caudillo rechazaba la mediación de potencias extranjeras y ofrecía magnanimidad y perdón a los que no tuvieran manchadas las manos de sangre. Florián estuvo allí.
Y fue conducido con los demás al Campo de los Almendros, donde el hambre señoreó de tal manera que hasta las hojas y las flores de los almendros sirvieron de alimento. Después lo trasladaron al Campo de Albatera, allí les daban cada día una lata de sardina y una ración de pan para dos, muchos detenidos caían muertos durante la formación.
La historia de Florián y Reme es una historia de lucha clandestina, pero también es una historia de amor. Llegaron del sufrimiento al amor, asegura ella, y siguen queriéndose como el primer día. Y sonríe al decirlo. Y sonríe también al contar que ahora les reconocen en la calle y les abrazan llorando, emocionados, porque también hay gente que no ha perdido la memoria, o que la está recuperando, porque es preciso luchar contra el olvido. Y ha sido larga la tregua.
Contra el olvido, contra el silencio, luchan también los historiadores, y son muchos, Secundino Serrano, Julián Chaves, José María Lama, Francisco Moreno Gómez, Rosario Ruiz, Benito Díaz Díaz, Matilde Eiroa, Nigel Townson, y muchos más, Mary Nash, Giuliana di Febo, investigadores que están rescatando la historia secuestrada, las voces que estuvieron obligadas a un sueño triste y largo.
Y es así, contra el olvido, como escribe Fernanda Romeu Alfaro, autora de "El silencio roto" y de "Más allá de la Utopía: Perfil histórico de la Agrupación Guerrillera de Levante". España es un país de desmemoria total, afirma, tanto la guerra como la dictadura son temas incómodos, que suscitan situaciones violentas, y es mejor silenciarlos; en cuanto a las mujeres antifranquistas, el silencio ha sido completo; ya es hora de que las mujeres hablemos de la historia de las mujeres. Porque, a pesar del título de su obra sobre las mujeres contra el fascismo, el silencio no se ha roto. Aún quedan muchas voces dormidas, y aún queda gente que baja el tono de voz para hablar, y necesita cerrar las ventanas.
La experiencia de Fernanda Romeu, que empezó a investigar hace más de veinte años, y ha recogido numerosos testimonios orales, le señala que persiste el miedo, especialmente en las zonas rurales, donde aún hay vecinos que se señalan unos a otros con el dedo. El eco del miedo. Ella lo observó durante una entrevista en un pueblo de Asturias. Una mujer, niña en la guerra, le contaba que a su madre la colgaron de los pies para obligarla a hablar, también a su abuela la interrogaron brutalmente. La mujer asturiana y Fernanda estaban sentadas junto a una ventana abierta, un hombre pasó por la calle y la mujer bajó la voz. Ese que acaba de pasar es un fascista de los que delató a mi familia, dijo señalando la ventana.
Miedo. Más de sesenta años han pasado, y aún hay gente que teme a las ventanas. Miedo. Y el conflicto de las dos Españas. El miedo se tenía que haber acabado cuando acabó la guerra, dice la protagonista de mi novela, inspirada en una mujer de ojos azulísimos que entrevisté en Córdoba, hace ahora exactamente cuatro años. Josefa Patiño, la cordobesa de ojos azulísimos, Pepita, conoció a su marido en la cárcel. Él había sido condenado a veinte años, había cumplido ya seis años de condena. Ella iba a visitar a su tío, y él la veía en el locutorio a través de dos alambradas.
¿Tiene novio tu sobrina?, le preguntó a su compañero. No tenía novio, y cuando Jaime Coello salió de prisión con un indulto comenzó a cortejarla. Buscó a Pepita. Y la encontró cuando se dirigía con unas amigas a la Fuensanta, la fuente donde las mozas casaderas pedían un novio a la virgen. Tú no vayas a la Fuensanta, le dijo, que a ti no te va a hacer falta. Ella tenía 19 años. No sabía entonces que en su vigésimo cumpleaños estaría prometida con Jaime, ni que él estaría en la cárcel los 17 años que duraría su noviazgo. Seis meses pasó Jaime en libertad junto a Pepita.
Y volvió a ser detenido. Volvió a ser juzgado por un tribunal militar, bajo la acusación de ayuda a la rebelión, una de las grandes paradojas de los juicios sumarísimos que celebraron los que vencieron rebelándose contra la República: acusar de rebelión a los que defendieron un gobierno legítimo. Jaime Coello, como tantos otros, fue víctima de esa falacia.
Le condenaron a veinte años y un día, sin posibilidad de indulto, y fue trasladado a la Prisión Central de Burgos. Pepita no tenía entonces ninguna formación política, pero aún así, año tras año, en las visitas que realizaba a la prisión, colaboró como enlace de la guerrilla. Jaime le entregaba los mensajes que ella debía llevar, ocultos en el interior de un pequeño compartimiento de las cajitas de madera que hacían los presos en el taller de la prisión y que sus mujeres rifaban en las calles.
Ella los llevaba a Córdoba, los escondía en el fondo de una lechera, y los entregaba a los hombres del monte. Lo hacía por amor. Pero lo hacía con miedo. Y con miedo acudía una vez al año a Burgos, después de ahorrar durante doce meses para pagarse el viaje y comprar comida para Jaime. Miedo, porque nunca sabía si la dejarían entrar. No estaba casada. No era la esposa de un preso. No tenía derecho a visitas. Y más de una vez le impidieron entrar. Y se volvió sin verle, dejando para él en paquetería un cordero asado, cuando ella había comido una morcilla de Burgos cruda, porque no sabía que era preciso freírla. Entonces decidieron casarse, por poderes, pero el Arzobispado les negó el sacramento alegando que el novio era comunista. Miedo. Porque el dolor de las guerras debe acabarse cuando acaban las guerras. Miedo.
Durante diecisiete años, fingiendo ser la esposa oficial, temiendo que la puerta de la prisión permaneciera cerrada para ella. Pero tuvieron suerte, murió el Papa Juan XXIII, y el Gobierno decidió dar un indulto amplio, que incluía a todos los presos cuyas condenas no hubieran sido conmutadas por la pena de muerte. Jaime cumplió, en total, veintitrés años de cárcel. Pepita le visitó en Burgos durante los últimos diecisiete, y fue a esperarle a la estación el día de su libertad, y esa misma tarde, en Madrid, los casó un cura que se llamaba Abundio.
Ella tenía treinta y seis años. El novio la había besado apenas tres veces, tres besos mal dados, dice Pepita, durante los seis meses que vivieron su noviazgo en libertad, cuando ella tenía diecinueve años. Jaime continuó militando en el Partido Comunista hasta su muerte. Pepita se afilió cuando lo legalizaron, porque Jaime ya había muerto y no podía votar. Se afilió, para votar por él. Y el día de la legalización del PC, ella y los camaradas de Jaime acudieron al cementerio y depositaron una bandera roja sobre su tumba. Ahora Pepita está nerviosa.
Sabe que parte de mi novela está inspirada en su historia de amor. Y me da las gracias, porque Jaime y ella vuelven a estar juntos, dice. Está nerviosa. Y cuando el fotógrafo que cubrió mi reportaje para El País señaló el patio de su casa como un buen lugar para la primera fotografía, ella le pidió que se la hiciera dentro. Y se colocó al lado de un retrato de Jaime, para salir juntos en el periódico.
Historia de amor. Historias de los protagonistas de la Historia que amaron y sufrieron para que hoy podamos contar la historia. Para que hoy Pepita esté nerviosa. Nerviosa, y emocionada, porque Jaime y Pepita vuelven a estar juntos. La emoción me ha acompañado durante los últimos cuatro años, mientras buscaba documentación para la historia que quería contar. La historia de los que perdieron mucho más que la guerra. La historia de los que me han regalado sus recuerdos con una generosidad extrema, como Pinto, Gerardo Antón, un guerrillero de la Agrupación Guerrillera de Extremadura y Centro, que me contó su lucha en la guerrilla, su huida a Francia, su exilio en París.
La historia de El Rubio, de El Comandante Ríos, de Quico, de Esperanza y de tantos otros que han asumido las atrocidades cometidas por el bando republicano durante la guerra, y han visto silenciar las sufridas por ellos durante, y después, de la guerra. Porque España es un país de personas brutales, como afirma la compañera de un dirigente comunista que me pide que no escriba su nombre. Personas brutales, dice, y no es extraño. Su compañero fue torturado hasta quedar inválido, paralizado completamente, necesitaba ayuda hasta para fumar.
Cuando le aplicaban las corrientes, sus últimas palabras fueron: Físicamente me habéis destruido, pero moralmente soy invulnerable. Incapaz de moverse, fue llevado al paredón por dos compañeros, en volandas, el 2 de octubre de 1942. Un asesinato legal, afirma ella, como tantos otros. Esta mujer compartió celda con Las Trece Rosas en Ventas, la prisión de Madrid construida por Victoria Kent para albergar a quinientas presas y que llegó a acoger a once mil.
Ella tenía veintiún años cuando ingresó en Ventas, el 21 de abril de 1939. En una celda individual vivían once mujeres. Las presas dormían sobre petates en el suelo, en las escaleras, en los pasillos, en los retretes. Sólo había camas en la enfermería. No había agua. Los depósitos estaban preparados para suministrar a quinientas personas, al igual que las cocinas, que no podían abastecer el exceso de bocas hambrientas y suministraban un plato de rancho cada veinticuatro horas.
La institución penitenciaria era un auténtico almacén de mujeres, y podían morirse en sus petates sin que nadie se diera cuenta. Esta mujer estuvo cinco meses recluida en Ventas, y asegura que ese tiempo fue peor que los diez años de prisión que sufrió en otras cárceles. Recuerda con horror ese desastre. Recuerda con horror que había mujeres que llegaban a Ventas con penas de muerte sin saber que llegaban condenadas. No habían entendido nada en el juicio. Nada.
Así fue hasta la llegada de Matilde Landa, que organizó la oficina de penadas. Y recuerda con horror la madrugada del 5 de agosto de 1939, la palidez de la funcionaria que llamó a las trece menores condenadas en un expediente que sumaba sesenta penas de muerte, sesenta jóvenes que pertenecían a las Juventudes Socialistas Unificadas.
Las jóvenes habían pedido que las fusilaran junto a sus compañeros, querían despedirse en el paredón, pero no se lo permitieron. A ellos los fusilaron media hora antes que a ellas. Cuando la funcionaria fue a buscar a las trece menores, conocidas después como Las Trece Rosas debido a un poema que escribió una de sus compañeras de celda, la mujer que no quiere que escriba su nombre estaba con ellas. Recuerda que Blanca Brisac se cortó la trenza.
Recuerda que Anita López Gallego dejó sin terminar unas tapas de libros; sus compañeras las acabaron y se las enviaron a la familia. Y sabe que Julia Conesa escribió una carta y la acabó pidiendo que su nombre no se borrara en la historia. Y sabe que cuando el hijo de Blanca Brisac fue a recoger las cosas de su madre, se extrañó de que faltara un vestido y después de hacerlo notar exclamó: ¡Ah, lo llevaría puesto!
Las compañeras de Las Trece Rosas oyeron los tiros de gracia en la cárcel de Ventas, que llegaban nítidos desde el cementerio del Este. Los oían, al alba, y los contaban a diario para saber cuántos caían frente al piquete. La madrugada del día 2 de octubre de 1942, la compañera del dirigente comunista paralizado en la tortura estaba de nuevo en Ventas, detenida por segunda vez. Ella sabía que su compañero y otro camarada iban a ser fusilados. Pero oyó tres disparos.
No es él, pensó, no es él. Poco después le dijeron que aprovecharon el viaje para llevar a otro condenado. Era él. Lo enterraron en una fosa común. Nunca ha recuperado el cadáver. Y ella lo cuenta con horror. Pero hablar me sirve, dice, para recordar a mis muertos, para revivirlos. El amor sobrevivió a la locura. Y esta mujer de ochenta y cuatro años me muestra una pequeña fotografía, donde aparece ella, bellísima, con gafas de montura de concha típicas de los años cuarenta.
Así era yo, cuando se enamoró de mí, susurra mientras sonríe pícara. Y contempla la tarde soleada al acompañarme hasta la puerta de su casa. Después de sesenta años, aún pienso: ¡cómo le gustaría este día!, me dice.
Amor frente al horror. El horror de la guerra debía haber acabado con la guerra. Pero no fue así. La historia de Manolita del Arco lo demuestra. Dieciocho años recluida en distintas cárceles franquistas. Delito contra la seguridad del Estado, organización clandestina del Partido Comunista. Su función consistía en repartir propaganda, comenzó a trabajar para el Partido durante la guerra, tenía dieciséis años. Pertenecía al Socorro Rojo. Ella asumió desde joven que pertenecer al Partido y trabajar en la clandestinidad suponía correr un peligro de muerte.
Y en efecto, la condenaron a muerte en 1943. Estuvo cinco meses condenada a muerte, hasta que conmutaron la pena por treinta años. Cinco meses, temiendo cada noche que una funcionaria pronunciara su nombre y ordenara: ¡Que salga con la ropa puesta! A su marido también le conmutaron la pena capital. Le conoció durante el juicio, en el consejo de guerra donde los condenaron a muerte a los dos, se miraron, se mandaron una nota, y después se enviaron muchas más.
Y cartas, de cárcel a cárcel, que engañaron a la censura encabezando la misiva con Querida hermana, Querido hermano, ya que sólo podían tener correspondencia con familiares directos. Una relación que alimentó el amor entre ambos cuando la familia de él la visitaba a ella, y la de ella a él. Después de dieciocho años sin haberse visto ni una sola vez más Manolita alcanzó la libertad. Él había salido unos meses antes, y la estaba esperando en la puerta de la prisión. Y se casaron a los ocho días.
Ella tenía cuarenta y un años, y tuvo suerte, se quedó embarazada dos veces. Un embarazo no llegó a término. Pero tuvieron un hijo. Continuaron los dos militando en el Partido Comunista, y él fue detenido de nuevo, sufrió veinticinco años de cárcel en total, pero ninguno de los dos perdió nunca la dignidad, ni el orgullo de haber participado en la lucha contra el fascismo. Dignidad y orgullo muestra Manolita del Arco como seña de identidad al hablar de su marido, que murió hace veinte años y compartió con ella tan solo seis años de libertad.
Dignidad y orgullo descubrí en ella cuando me contó que la detuvieron por primera vez con el golpe de Casado y yo le pregunté: ¿Entonces, usted era comunista?, y ella levantó la barbilla, irguió la espalda, me miró a los ojos, mantuvo mi mirada y contesto: ¡No! ¡Soy comunista!
Dignidad y orgullo reclaman Reme y Florián. Dignidad, la que han conservado durante los años de represión y durante la crueldad del silencio en la democracia. Dignidad, que sólo será totalmente reconocida cuando la izquierda haga su autocrítica, y cuando la derecha pueda escuchar su historia sin responder con desprecio que los rojos también fueron feroces, sin replicar con indiferencia, o en el mejor de los casos con lástima, que son historias pasadas, y es mejor el olvido.
Contra el olvido, escribimos muchos, para que el nombre de Julia Conesa no se borre en la Historia, para que la dignidad de los que han luchado y sufrido para que hoy vivamos en democracia permanezca en nuestra memoria. Para que Libertad González, Libe, una de las hijas del último alcalde republicano de Zafra, pueda pronunciar su nombre completo sin que ello suponga que tenga que abandonar un colegio, o un puesto de trabajo.
Para que nadie se arrogue el derecho de cambiarle el nombre a otra persona, como le pasó a Libertad en el año 1947, cuando en su partida de nacimiento añadieron al margen: Se acordó que el nombre de la inscrita sea en lo sucesivo el de Rosario, expidiéndose en lo sucesivo las certificaciones de este acta con el nombre de Rosario. Pero Libertad González conservó la dignidad, y conservó el nombre. Ella siempre se ha llamado Libe. Y conservó el recuerdo de su padre, asesinado en el campo de concentración de Castuera en 1939.
José Gónzalez Barrero había sido un alcalde justo. Impidió que los republicanos enardecidos ante la puerta de la Iglesia del Rosario agredieran a los monjes. Salvó del linchamiento a los nacionales más significativos encerrándolos en la Iglesia de Santa Marina, y durante el alzamiento franquista no hubo ni un solo muerto en Zafra. Aún así, fue asesinado al acabar la guerra por tres paisanos que se jactaban luego por las calles de Zafra de haberlo enterrado boca abajo, para que no saliera. Libertad lo cuenta con lágrimas en los ojos.
Ella tenía cinco años, y su madre le puso un lazo negro en la cabeza, y la vistió de luto, a ella, y a sus hermanos. Y cuenta que aún no saben dónde enterraron a su padre, y que su madre comenzó una peregrinación en busca de noticias de su marido inmediatamente después de saber que estaba muerto. Nada supo de él. Y no tuvo el reconocimiento de viudedad hasta pasados treinta y nueve años, el día 11 de marzo de 1980 consigue un certificado de defunción de José González Barrero, donde consta como causa de la muerte: muerte violenta por acción directa del hombre como consecuencia guerra civil.
Este certificado fue expedido en Castuera como testifical, mediante la intervención de testigos que afirman saber que José González Barrero había muerto allí, a pesar de que en el ayuntamiento de Castuera consta su fallecimiento desde el 21 de septiembre de 1949, cuando se inscribe su defunción y se anota la causa del óbito: Choque con la fuerza pública el 26 o 29 de abril de 1939. Tipo de muerte: Fusilamiento. El 26, o el 29, ni siquiera saben la fecha exacta, se queja Libertad, que acumula recuerdos de su padre, papeles, cartas, fotografías, certificados, porque sabe que así conserva su memoria. La memoria, como único homenaje.
La memoria que recupera ahora el pueblo de Zafra, donde José Gónzalez Barrero da nombre a una residencia de ancianos y a una plaza. Libertad vive muy cerca de esa plaza. Se asoma a la ventana y ve la residencia, y el centro de la plaza, donde próximamente colocarán un busto de José González Barrero. Desde su ventana, recupera la memoria de una niña de tres años, cuando una madrugada, la del 7 de agosto de 1936, su padre levantó de la cama a toda la familia y en pijama los llevó a Valencia del Ventoso. Y él marchó a Madrid. Y ya nunca volvieron a verlo.
Julita Conesa pedía en su última carta que su nombre no se borrara en la Historia. Una placa en memoria de las trece menores recuerda su asesinato en el cementerio del Este. El nombre de una plaza recuerda al último alcalde republicano de Zafra. Y son muchos los reconocimientos públicos que reciben los guerrilleros españoles. Pero otros, muchos otros, aún no han contado su historia. Aún no. Es preciso que ahora, después de más de veinticinco años del fin de la dictadura, desaparezca el eco del miedo. Es preciso que se abra la tierra, para que muchos puedan recuperar a sus muertos, como ha ocurrido en el Bierzo y en Laciana, las comarcas leonesas, como ocurrirá en Castuera.
Es preciso, para que la memoria sea un derecho, y no un conflicto, para que los jóvenes de la Gavilla Verde, una asociación que busca la recuperación de la memoria en Santa Cruz de Moya, no encuentren obstáculos en su búsqueda. Es preciso, para que la Asociación Jóvenes del Jerte continúe rastreando la historia del maquis en Extremadura y organizando encuentros que se han convertido ya en foros necesarios para reconstruir los hechos. Es preciso, porque aún no conocemos la historia silenciada, la historia de los que perdieron la voz después de perder la guerra, la historia de los protagonistas de la Historia. Aún no.
Dulce Chacón
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