Estampa 1944.
Es la estación de Torre y al medio día.
La anterior es la de Brañuelas en los Montes de León, aquellas sierras adonde
iban a cazar los maridos cornudos de los romances. La carretera, una carretera
negra de humedad y de caucho desgastado pasa junto a la vía. Cerros hoscos, ni
muy altos ni muy bajos se elevan a ambos lados; por abajo amarillentos,
resecos; por arriba verdes perdidos en la niebla.
En una venta de la carretera y a una mesa
de madera color de vino, dos hombres comen. Son los soldados del Tercio,
pechera peluda descolada, gorro ladeado, la mirada insolente, cínicos y
cansados; piden una botella de vino, unas judías y queso de la tierra. Además
traen escondidas unas lonchas de jamón y mandan que se las frían. Su astucia y
su carta de racionamiento les permiten esto y más.
Necesitan reponerse del largo viaje por
tren desde Oviedo. Afuera, en la estación, un camión ya cargado, espera,
cubierto con una lona.
Hace sol, mucho sol y la mujer del
ventero se apresura a poner la ropa blanca a secar en las ventanas, en el
terrado, hasta sobre el tejado de la casa. Brilla la ropa al sol.
Los dos del Tercio comen, piden más vino.
—El capitán de la guardia Civil de Ponferrada
—dice uno de ellos— no sabe si venimos por tren o en camión.
—Es cierto —contesta el otro —pero este
es el lado peligroso del asunto.
—No te preocupes, que yo me entiendo
bien. El negocio merece la pena. Cincuenta fusiles, ponemos treinta. Es fácil
cambiar el número. Veinte cajas de cartuchos, ponemos diez. Tengo un líquido
especial. Luego que vayan a averiguar.
—Pero ¿y lo de llegar en camión y no por
tren? ¿Qué pretexto puede inventarse para dejar un tren?
—Eso es difícil, pero el que no se
arriesga no pasa la mar.
— Podemos decir que...
En este momento entra en la venta un
hombre pequeño, de rostro colorado y ojos azules, diminutos y vivos. Va
cubierto con una boina y lleva un amplio blusón a rayas atado a la cintura,
pantalón negro de pana y botas fuertes y relucientes, de piel de becerro que
contrastan con lo humilde de su vestidura. Pide una jarra de vino. Después se
para frente a la puerta, cruzado de brazos, con una mano oculta en el blusón.
—Son cincuenta y veinte —dice como
hablando consigo mismo.
—No, —contesta uno de los del Tercio sin
mirarle —son veinte y diez.
—Cinco mil pesetas.
—Por menos de veinte mil no hay nada. Yo
no me juego la vida por amor al arte. Además...
En este momento cruza por la carretera
una pareja de la guardia Civil fusil al hombro, el charolado tricornio
reluciente de sol. Los pasos firmes, graves, reposados. Miran de un lado a
otro.
El hombre de la blusa, parado en la
puerta no se mueve. Contempla el ciclo despejado algo velado por la niebla.
Bebe sujetando en la mano izquierda su jarra de vino.
—Está bien, veinte mil pesetas. No vamos
a discutir por eso, por tan poca cosa... Y ya sabéis...
—Diez mil ahora y diez mil luego.
—Cinco mil ahora, y ya sabes que el que
nos engaña la paga antes o después. Son veinte fusiles y diez cartuchos. Aquí
está el dinero. A eso de las nueve en la curva que da a Bembibre... ¡Ah pillos,
tunos, termina sonriendo —vosotros pagáis el vino! ¡Agur cara-liebre.
A las nueve de la noche en la curva que
da a Bembibre había una niebla espesa. El haz de los faros del camión que subía
parecían dos largos tentáculos amarillos.
—¿Por qué no nos cargamos a estos
marrajos y nos quedamos con lodo? — pregunta un hombre agazapado tras una
carrasca.
—No. camarada —contesta otro—. Eso sería
matar la gallina de los huevos de oro.
—¿Qué más quieres? —dice un tercero. —¡Te
lo traen servido a casa y aún te quejas!
Después sonaron unos tiros. Había que
disimular.
—¡No te muevas Ramón o te asamos! —le dicen
al chófer, manos arriba.
—Tú hecho un pendón como siempre.
¿Bragazas!
—Y dile a tu tío el falangista que se
ande con cuidado o lo pasará mal.
—Y recuerdos a la Tomasa.
—Y a la Petra de Ponferrada. Le dices que
sigo veraneando.
Mientras tanto los dos del Tercio manos
en alto contemplan impasibles cómo los guerrilleros descargan el camión. Se
llevan exactamente veinte fusiles y diez cajas de cartuchos.
—A los del puesto fronterizo les decís
que no sean malos.
—Aquí tenéis las quince mil pesetas y cinco
mil más de propina —murmuran disimuladamente uno de los del tercio. Y se las
echan al bolsillo.
—¡Arre!
—¡Agur y hasta otra!
—¡Viva la Junta Suprema! ¡Hihíiii!...
¡Jujuyyyy...!
Arranca el camión. Baja luego por las
largas cuestas a salir a la carretera general, camino del Bierzo.La niebla se disipa. El panorama parece
que se va ensanchando.
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