También yo, como Lorca, poseo una tristeza de hilo blanco para hacer pañuelos, una gavilla de sueños rotos y un retablo de ilusiones sin filo que asiste cada mañana al espectáculo de su nueva restauración. Ni a él ni a mí nos habían hablado de esta inercia apagada. No nos dijeron que nos pusiéramos ahí, quietos y obedientes, con la nalga temblona, a la espera de que un civil desconocido nos vacíe el cargador de su pistola en la cabeza acostumbrada a componer versitos.
Yo ya sé, como Federico, que la vida no es noble, ni buena, ni sagrada. La vida es sólo una sucesión caprichosa de pérdidas, y el hombre no es más que la marioneta destinada a cumplir sus caprichos. No importa si provocamos al azar y corrimos detrás de nuestra desgracia hasta encontrárnosla de frente. Aunque me hubiese escondido en este boquete, o en cualquier otro, trece años antes, igualmente habría caído sobre mí la noche negra para cubrirme con su manto y convertirme en el hombre cansado que soy ahora.
Quizá si me hubiese ido del país habría tenido todavía una oportunidad entre los hombres. Como tantos otros que se marcharon a América, también yo podría haberme refugiado lejos para mirar todo este caos a salvo, desde el velador de un café de Buenos Aires, pongamos por caso, con una copita de anís siempre encima de la mesa y nuevos amigos que comenten conmigo la desgracia para seguir jugando a salvar el mundo de nosotros mismos.
Si decidí quedarme fue sólo por la ilusión de hacer realidad nuestras conversaciones de muchos años atrás en la Residencia, de matar, una sola vez pero para siempre, la pesadilla de no creer lo que creían otros, por probar a confiar en lo que defendían con tanto ímpetu y que a mí no me interesaba. Yo sólo quería escribirle unos versos a lo de todos los días, permanecer ignorado entre todos aquellos que cantaban a una bandera o levantaban un puño o entonaban un himno. Luego el destino se ha complacido en envolverme en su capa y he terminado huyendo de unos y otros.
No sé cuándo se torció la suerte y quedé enredado en esta bobina de hilo que terminaré de enrollar mañana por la mañana, pero tengo algunas sospechas. Si tuviera tiempo escribiría mi historia para conciliar estas dos mitades y entender si lo que he hecho en estos trece años tenía alguna justificación. No tengo tiempo y por eso sólo puedo esbozar con pena una mínima parte del relato.
No estoy seguro de dónde y cuándo comienza, pero sé con una certeza que asusta y alegra cuándo y dónde termina. Quizá la noche que le regalé mi maquina de escribir a Juan Palacios para que él hiciera su revolución fue la noche que me condenó a todos estos años de lucha. ¿Podía saber yo que a las pocas semanas le requisarían la máquina, le romperían los dientes y la boca, y en una celda de castigo, tragándose la sangre y los mocos, iba a pronunciar mi nombre como el de un aliado, un compinche o un traidor? O puede que fuese aquella tarde en Madrid, en el sótano en el que Pablo y Rafael pontificaban, donde alguien tan anónimo como yo me vio y quiso que también yo fuera uno de ellos, y luego vino la culpa y la delación. Cuando yo supe que el crimen fue en Granada participé con otros y por venganza en una partida que acabó con la muerte de dos guardias civiles en Alcalá, una noche en la que alguien gritó y dio armas y se rompieron cristales y se quemaron algunos camiones. Todo esto y que mis amigos fuesen Federico y Rafael, Pablo y César, Miguel y Pedro y otros muchos contribuyó a que la historia haya sido de este modo. Luego he sabido que algunos de ellos murieron y que otros se exiliaron antes de ver peligrar su posición o su vida. Los más listos huyeron haciéndonos creer que por el bien de la causa convenía tener una vanguardia en Francia o en Rusia desde donde luchar contra el enemigo fascista. Los más ingenuos se quedaron defendiendo un futuro sólo leído en los libros o se han podrido en las cárceles nacionales creyendo cumplir un deseo que ellos no se fijaron. A Miguel le perdí la pista y no sé si consiguió salir del país o todavía sigue buscando el desgobierno de la carne allí donde se encuentra. Una vez me dijeron que murió en prisión, enfermo, pero las fuentes no eran fiables y en este tiempo hay demasiados fantasmas que después de muchos años enterrados han regresado al mundo para dar noticia de su suerte.
Yo pasé tres años de un lugar a otro comiéndome la rabia y las ganas de decir basta, y cuando todo acabó para los otros yo seguí aquí, o en un penal que no sé si es de este mundo, lo mismo da, obstinado en no aceptar lo evidente, que el mundo que íbamos a construir no era posible y tocaba perder. Tres años en el presidio de Ocaña sobran para domar a un hombre, así que cuando conseguí salir de allí con veinte kilos menos y media boca deshecha a palos me retiré a Requena, donde vivía entonces mi hermana, buscando librarme de mis recuerdos y mis errores pasados. Salta a la vista que fue inútil.
Allí la guerra no había acabado. Todos los domingos bajaban a la cantina del Sordo los perseguidos del monte. Allí fue donde conocí a aquellos hombres que todavía creían que podía prenderse la llama revolucionaria, un grupo de individuos que habían decidido continuar una guerra de guerrillas contra la guardia civil y el gobierno de Franco, antiguos cabecillas del PCE, anarquistas sin lugar en esta tierra, represaliados de toda condición, soñadores sin causa o delincuentes que habían encontrado en las partidas un refugio a la acción de la justicia.
Autor: Agustín Celis SánchezEste relato recibió el Premio Unión Latina de Cuento 2002, en el Concurso Internacional de Relatos “Juan Rulfo”, concedido por Radio Francia Internacional y la institución Unión Latina.
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