26 enero, 2009

Tres veces


Cuento. De la revista Ataque, editada por la Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón (A.G.L.A.)

A Paquita no se le pegan las sábanas. Todas las mañanas, dos horas antes de salir el sol ya va camino de la fuente con la toalla enrollada al cuello, a lavar la estatua de bronce de su rostro moreno y a peinar la negra cascada de sus cabellos.

     Paquita no es ninguna niña. Pronto cumplirá los diecisiete. Es esbelta, bien formada, guapa y muy morena. Tiene ojos cariñosos, acariciadores, inquietos y vivos; ojos de gacela.

     A pasitos menudos que apenas rozan la senda -como si temiera lastimarla-, Paquita se dirige hacia la fuente. ¡Qué agradable es la madrugada! ¡Cuánto le gustaría extasiarse en ella, gozar el beso de la brisa y el concierto de las aves madrugadoras también, como ella! Pero... hay penas y amarguras profundas en su corazón de niña, donde sólo debía haber alegría y dicha de vivir. El pensamiento de Paquita está muy lejos de allí, ¿quién sabe dónde...?, cuando va a doblar la arista del enorme peñasco que hay a la orilla de la senda.

     En este mismo instante Paquita choca con algo que había al otro lado de la piedra y se le escapa un grito de susto, pero una mano le tapa suavemente la boca. La niña reconoce enseguida esa mano y la besa cariñosamente. ¡Es Pepe, su hermano! El que hace dos años, soñando libertad, se fue a buscar a los del monte.

     -¡Pepe...! ¿Es verdad que eres tú...?

     -¡Sí, Ojitos de Gacela, mi pequeña! -contestó el guerrillero, su hermano, besándola en los ojos, en aquellos ojos que él había nombrado así desde que eran muy pequeñitos-. Pasábamos muy cerca, -continuó el guerrillero-, y no he podido resistir el deseo de ver a mi Ojitos... ¡Pero qué estirón has dado, y qué hermosa estás...!

     Por la fila de guerrilleros, plantados como asombrados pinos en la orilla de la senda, avanza una pregunta: «¿Qué sucede?».

     Pepe se volvió y dijo al más próximo: «¿No lo ves...? Es mi Ojitos de Gacela. Díselo a ésos».

     Pero no había tiempo que perder. Pepe preguntó a su hermana:

     -¿Todos estáis bien...? ¿El batallón...?

     -Bien todos. (El batallón era una decena de hermanos menores. Los padres murieron...) Entra y quédate hoy en casa -propuso esperanzada Paquita.

     -No puede ser... Antes de salir el sol hemos de andar mucho... ¡Dile al batallón que ahora tengo otro batallón de niños grandes...!

     Paquita apenas había reparado en aquellas estatuas negras, cuyos ojos adivinaba ahora fijos en los suyos.

     -¡Dame otro beso, y nos vamos! -pidió impaciente el guerrillero.

     Paquita se colgó al cuello de él y lo besó repetidas veces. Sintió ganas de llorar; pero le dio vergüenza hacerlo delante de aquellos camaradas.

     -Hasta la vista, Paquita. Saluda a todos estos camaradas... ¡Y diles a los pequeños que se porten bien!

     -¡Todos son buenos...! ¡Hasta pronto, Pepe...!

     -¡Salud, Ojitos de Gacela!

     Él pasó, y todos los camaradas fueron desfilando ante ella con una bonita frase y la mano extendida para estrechar la suya. ¡Lejos estaba de imaginar que desde aquel momento todos llamarían «cuñado» a su Pepe!

     Cuando había pasado el último de los guerrilleros, se le ocurrió contarlos; pero con gran asombro ya no vio a ninguno, como si de repente se hubieran evaporado.

     La segunda vez sucedió en su pueblo natal.

     Paquita vio dos sombras calle abajo, y el corazón le dio un patinazo. Lo reconoció desde lejos sin saber por qué. Lo cierto es que lo reconocería entre mil.

     Cuando Pepe pasó, rozándole el vestido, aquellos ojos acerados que desarmaban cuando se posaban sobre un enemigo, se ablandaron y buscaron los de ella.

     Después, Paquita volvió el rostro varias veces y vio a los dos guerrilleros alejarse sin ruido. Antes que pasaran la esquina, al trasluz de la débil bombilla eléctrica, sus siluetas le parecieron colosales...

     La tercera vez... -todavía le tiemblan a Paquita las piernas al recordarlo- ...fue en el coche correo.

     Al ir a girar una curva de la carretera, un frenazo en seco levantó a todos los viajeros un palmo de sus asientos. El tricornio del guardia civil que viajaba junto a Paquita salió despedido y rebotó en el techo del coche.

     Todos los viajeros gritaban dentro: «¿Qué pasa, qué es esto?».

     Al momento sonaron fuera unas voces imperativas: «¡Todo el mundo fuera del coche y con las manos en alto!».

     El guardia civil contiguo se puso en pie y echó mano a la pistola; pero algo pasó silbando junto a la oreja de Paquita, y el civil se le desplomó encima. Horrorizada, lo miró y vio que tenía la cabeza cosida a balazos. Todo esto había ido acompañado de la rotura de los cristales de la ventanilla y de un fuerte olor a pólvora quemada, que llenaba todo el ómnibus.

     Los ojos asustados de Paquita fueron de la cabeza del civil a la ventanilla, y allí vieron el cañón de una metralleta... y otros ojos que la miraban: los de Pepe.

     Cuando a Paquita le tocó el turno de pasar ante su hermano -el jefe- para dar su nombre, éste le dijo muy bajito:

     -¡Qué susto le he dado a mi Ojitos de Gacela!, ¿verdad?

     -¡Qué bruto eres! -contestó ella con una entonación que más que reprochar acariciaba-. ¡Podías haberme matado!

     -¡Tonta...! -siguió cuchicheándole su hermano-. Yo te conocí en cuanto paró el coche y vi al civil junto a ti, al que disparé a conciencia antes de que él lo hiciera, porque entonces sí que podría haberte pasado algo... ¡Ya habrás visto que tengo un poquito de pulso y algo de puntería!

     Y ya no pudieron hablar más para no despertar sospechas.

     Durante el discurso en que Pepe explicaba al personal detenido la situación del franquismo, unos ojitos de gacela se clavaban con insistencia en el rostro del orador. Si bien a nadie llamaron la atención, ya que todas las miradas estaban pendientes del mismo rostro... Y sobre todo las femeninas. Y es que Pepe -hay que decirlo- no sólo despertaba la admiración por la serenidad y sangre fría que había demostrado matando al civil, sin herir a una sola persona, sino que era un buen mozo.

     ¡Y aún les habría admirado más si hubieran sabido que aquella hermosa joven, cuyo rostro casi rozó el chorro de balas... era la hermana del mismo que había disparado!

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